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Los amantes de Sierra Alhamilla

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Los amantes de Sierra Alhamilla

El Hinyari, cual fedatario de la historia de Pechina, la mítica Bayyana o puerta del paraíso, describe las aguas de Sierra Alhamilla, sus baños de sulfurosas y ardientes aguas , los plácidos caseríos rodeados de vergeles pagos bañados por la sosegada quietud que llamaba a la meditación y a la entrega de místicos y poetas, de ricos minerales en las montañas que la circundan y de la extraordinaria fuente termal que no tiene igual en al-Ándalus, por la bondad de sus aguas, en su dulzura, su pureza, su virtud diurética, su eficacia y todas las virtudes curativas que posee. De todas partes acudían personas que sufrían achaques, y enfermedades crónicas seguras de obtener aquí una notable mejoría. En este paraíso de luces y brisas vegetales ocurre la historia que cuentan los cristianos que, atraídos por la paz recóndita del lugar habitado por judíos, mozárabes, muladíes encuentran junto a la luz de una paz cegadora que envuelve en el mágico misterio de las purificadoras aguas y de la leyenda. Aquí, dos reyes venidos del lejano Oriente, portadores del conocimiento del trabajo de la seda, del poético tálamo y de la belleza de sus princesas, el rey Tudnir y el soberano Raiyo solicitaron la mano de la hija del monarca que con sabia diplomacia gobernaba en Urs Al-yaman, cuando la íbera urci- donde se asentaron los “ibn adul fundadores de una de las mayores bibliotecas del Al-andalus, actual Benahadux- también pertenecía a la Cora de Bayyana y, junto al barrio de Sierra Alhamilla, formaban parte de esta medina. La hija del soberano, cuyo nombre todos evocan y nadie recuerda pues, su inteligencia superaba a su belleza, tenía prohibido ser nombrada en la creencia de que el uso de su nombre, como talismán, la haría prisionera de un esposo no deseado. Ella, conocedora del secreto de su corazón, puso un requisito y una condición para desposarse y entregar su virginal tesoro pues sabía que uno la amaba y el otro, más que desearla pretendía la posesión de estas tierras. La condición era que quien lograse llevarle el agua al interior del palacio de su padre, situado en medio de Bayyana, sería su amante, pero no su dueño.

Afanados en la empresa cabía sólo la posibilidad de dos y únicas opciones; bajar, hasta el valle, las volcánicas aguas de Alhama o de Sierra Alhamilla.

La princesa sabedora de la condición varonil de uno de ellos, de su arrogancia y soberbia, de su escasa diplomacia y su idolatrado egoísmo optaría por traerle el agua desde la fuente del Norte, desde Alhama, para alimento de su propio prestigio y poder en la construcción de canales, acequias, atanores de barro cocido, pozos, boqueras, balsas y puentes hasta conducir el agua hasta el palacio.

Ella, puesta la condición les puso plazo. Un tiempo meditado en la hora cuál quien anhela un deseo cumplido: el agua como fuente de vida, permitiría mediante una red de atanores de resistente cerámica repartir su oración a todos los hogares de sus súbditos y a los baños públicos, en los que dispondría de pilas para dispensarles agua fría y caliente con que limpiasen el cuerpo y purificaran el alma. También, el agua decoraría, en su palacio, con albercas y fuentes talladas con formas vegetales y geométricas el conjunto de un terrenal paraíso dónde incluiría la epigrafía de sus poemas ocultos al deseo de la mirada; combinando el arte de la palabra sagrada sobre la piedra y la ornamentación escultórica.

Lo cierto en esta leyenda es que, a la vista del viajero, el arrogante rey que desde Alhama traía el agua, tropezó con el profundo barranco que el río Andarax, llamado de Bayyana por entonces, puso ante sus ojos, cegados por la ambición. La construcción de un acueducto bajo el sol abrasante de los días y las eternas noches, en el cansancio de sus obreros, retrasaba la entrega. No pudo alcanzar su reto ni el amor de una mujer más inteligente en sentimientos y en cálculos de la naturaleza.

La princesa, informada, por sus damas, del acontecimiento que ocurrían por el Norte jamás preguntó, para no levantar sospecha ni dar razón al espionaje, por el devenir de la empresa del Este.

        Mientras tanto, el joven rey del Este, sólo deseaba llevar el agua al centro   de su palacio por conocer la dulce mirada de la princesa y nombrarla. Deshacer el hechizo que, en boca las gentes del lugar, afirmaba que todos conocían y nadie pronunciaba. 
          En su empeño, le escribía poemas que esculpiría en el agua para transmitirle el respeto y veneración que sentía a la joven princesa. Un deseo contenido tan sólo cuando, en el descanso de sus obreros, escuchaba la brisa, cada noche, desvelado por un rumor de hojas batidas por una suave brisa y el aleteo de palomas al alzar su vuelo.
         El rey Raiyo, que da hoy nombre a un cerro cercano, más que diseñar el camino del vital elemento escribía cada noche un nombre de mujer sobre una roca que, al alzar el alba, borraba de la caliza. No quería que nadie supiera de sus nobles sentimientos. No, no quería romper aquel hechizo que le desvelaba mientras diseñaba jardines, albercas, líneas de árboles frutales, de parrales y de esbeltas palmeras.  
        Faltaban tres dos días y dos noches antes de la fecha prevista cuando concluida la empresa todos apreciaron en el rostro, del joven rey, una profunda tristeza marcada por el sentimiento del rechazo.
     Había conducido el “agua” desde la fuente del Este. Había llevado “la vida” desde Alhamilla al Centro de Bayyana sin inmutarse por un deseo de poseer el don de la princesa, pues era consciente que el amor pertenece sólo al que lo da y no al que lo recibe.


Un anciano que estaba sentado mirando el horizonte y sintiendo la brisa traída del mar se lo contó a mi abuelo cuando la minería trajo el ferrocarril por estos páramos. Le dijo que se lo había contado su padre y a este el padre de su padre y el abuelo de su abuelo y a este el tatarabuelo de su tatarabuelo… antes que Felipe II ordenara la entrega de las tierras de moros viejos a castellanos nuevos, con escrituras ante notario, mientras en acto manifiesto de arrancar las ramas de los árboles de los legítimos dueños se entregaban las ramas rotas a los nuevos.

Todos, aún hoy, desean conocer como terminó la leyenda o la historia escrita según otros que aún la buscan. Tan sólo se encontró un tesoro de monedas de oro de un coleccionista de la época que da fe de los viajes que, saliendo desde Cabo de Gata, llevó a los marinos de Peina por todo el Mediterráneo.

Lo lógico es que cuando dos seres se estiman se unan. Lo cierto es que junto al palacio se construyó una de las más bellas mezquitas del Al-andalus y baños públicos y fuentes y albercas con cúficos poemas. Se trazaron líneas de árboles frutales y se alzaron esbeltas palmeras…

Algunos, mientras las tardes adormecidas impiden la siesta y están envueltos en la suave brisa de los “Baños” que les invita a la tertulia, dicen que las noches de luna llena presienten la silueta de los amantes y se oye el nombre de una princesa que nadie recuerda y nadie pronuncia, a lo lejos perdiéndose por la maleza, mientras la mujer, con voz dulcísima como la miel, le recita poemas camino del Cerro del Rayo.

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